Apenas dormí anoche pero desperté con total lucidez. Antes de salir a la escuela donde trabajo revisé los correos que me envían mis alumnos del taller literario. Solamente de leerlos siento cómo crece mi entusiasmo. Cuando estoy escribiendo o cuando comparto lo que en grupo creamos, siento cómo la vida fluye y ese fluir me recorre con energía, con alegría y con esperanza.
Claro, eso no quita que tenga el corazón roto. Sin embargo es un dolor solo. Sin resentimiento, sin reproches, sin cargos de conciencia. Tal vez, incluso, con un poco de alivio. De pronto estoy doliéndome de lo irremediable que es sentir esta pena, y de pronto estoy entusiasmada planeando mi próximo viaje a Argentina para bailar tango. Hoy me puse una blusa color rojo sangre. Desayuné de lo más saludable, tengo que terminar de editar la revista literaria que está quedando de lo mejor. Y de sólo pensar en todas las personas y cosas bellas que hay en mi vida, me siento motivada y feliz.
He tenido todo el día la sensación de estar soñando, y es un sueño donde el corazón me pesa de tanta tristeza y me arde el desengaño. Miro mi pasada alegría y no puedo creer que se haya ido, pero se fue, y yo la vi irse mientras comía una galleta tras otra y trataba de enlazar, con mis ya inútiles palabras y cariños, ese pasado reluciente de promesas y de bienestar. ¿Pueden convivir la pena y el sentimiento de plenitud? Ahora mismo está sucediendo. Siento como si una extraña bendición se cerniera sobre mí, para otorgarme todos los dones que estoy necesitando y para anunciarme la llegada de una alegría más fluida y posible, un amor real que no sólo coincida con lo que soy ahora, sino con lo que deseo para mí.
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